Narcy Marisol Vásquez
Hace años deseaba conocer la hermosa cultura árabe, así que emprendí mi viaje hacia un lugar lejano y desconocido. Túnez es un pequeño país, ubicado en el norte de África, cerca de Marruecos. No sabía cómo llegaría, pero empecé a investigar los requisitos para ingresar.
"Nunca sabes cuán difícil es la vida cuando estás lejos de tu familia, amigos y de tu país".
Desconocía si existía embajada tunecina en Guatemala, averigüé que no, por lo cual necesitaba una visa para poder ingresar al país. Inicié mi búsqueda en varias agencias de viajes, con conocidos, amigos, pero ni siquiera el Ministerio de Relaciones Exteriores me ayudó a resolver mi duda. Así que investigué por mi cuenta y escribí a las embajadas de Túnez en Estados Unidos y Argentina, en esta última me dijeron que ellos eran los responsables de tramitarla.
Envié mi pasaporte a la embajada de Túnez en Buenos Aires, Argentina, ahí me lo sellaron y enviaron de regreso a los 15 días. Fueron muy eficientes y amables en la atención. Con el visado ya estaba dispuesta a irme a mi aventura árabe.
Un lugar mágico de color y tradición
Y luego de visitar unos días Francia llegué por fin a Túnez. Bienvenida que aquí nadie habla español, me dije, ya que algunos apenas te entienden el inglés, por lo cual tuve que perfeccionar mis habilidades con las señas. En la salida del aeropuerto, ya me esperaba una amiga, quien recibió calurosamente y dejó en la parada del tren que me llevaría a la ciudad de Susa, a mi encuentro con el mar Mediterráneo.
En esta pequeña ciudad encontré mi primer episodio de incertidumbre, me encontraba sola, hablaban poco inglés, pero no me di por vencida, aunque a señales daba a entender lo que necesitaba. Recuerdo pedirle a la recepcionista del hotel me dibujara un mapa para llegar a Monastir, gracias a sus indicaciones encontré la estación de buses. Luego de visitar esta belleza de ciudad con su arquitectura blanca como la espuma del mar que me impresionó mucho, debía regresar a mi hotel, pero ¿cómo ahora?
Bueno, como pude localicé de nuevo los buses, estos me recuerdan a los pequeños microbuses de a Q5 en Guatemala. A medio camino me dice el "ayudante" que eran tanto la tarifa, lo cual no entendí, me lo repetía y nada, hasta que le hice la seña de dinero con la mano y me comprendió, vaya que tuvo paciencia. Para mí, el idioma no fue impedimento para pasármela bien.
Así recorrí las ciudades de Monastir y Hammamet, en ambas encontré vestigios de imperios pasados, el sol, la arena, el mar y los camellos fueron parte de mi recorrido. En todas partes, los taxistas con sencillez y amabilidad me condujeron y orientaron. Nunca sentí miedo, estuve cómoda, aunque mi costumbre de asombrarme por todo era demasiado evidente, pero quién no ante tanta maravilla.
Los aromas, vestimentas son tan distintos a los que había percibido en otros países que me cuesta describirlo, pero este lugar es mágico, diferente, pude apreciar una forma de vida tan opuesta a la nuestra. Desde la vestimenta, las esencias, su gente, para mí fue un privilegio convivir también con una familia tunecina, quien me brindó una casa y comida. Ahí pude degustar de cous cous, una comida que para mí fue parecida al recado de carne de San Pedro, San Marcos, que cocinaba mi abuelita.
Viví los momentos más felices de mi vida hasta el otro lado del mundo, pero cómo me hicieron de falta los frijoles, tortillas, siempre los estaba añorando. Ah y algo más ¡el cafecito chapín! Ese inigualable que acompaña las mañanas. Pero si me preguntan, sí regresaría a un país lleno de misticismo y riqueza cultural. Espero poder viajar de nuevo y visitar el desierto, que fue lo único que me faltó.